A Susana, la más amada



Por: José Francisco Rodriguez Leal

En los rescoldos de mi infancia, a comienzos de 1960, emergen las imágenes del Parque Santander y las calles empedradas de la ciudad de Cúcuta; la estatua del prócer traída de Alemania, patinada por el tiempo y coronada por un enjambre de palomas; la catedral de San José, circundada de feligreses y el jubileo de los saurios de los cargos públicos del Palacio Municipal; así como las flotas de trasporte de automóviles apostadas en los contornos pregonando a voces sus destinos.

Esa mañana caliginosa, entre la disputa de los conductores, abordamos un expreso de la empresa “Rápido Motolines” contratado por mi papá, y junto a mi hermano Manuel ocupamos el puesto trasero, ostentando dichosos los zapatos nuevos marca “Corona” y los bluyines y chaquetas del almacén “El Roble” que, por más señas, exhibía en su fachada a un hombrecito enganchado en vilo del pantalón. Y partimos rumbo a Pamplona.

A la altura de la Donjuana empezamos a experimentar el frío que acentuaban aún más las lluvias de abril, y después de un lento ascenso entre abismos de nieblas y curvas en espiral, irrumpimos en la ciudad colonial cuyos habitantes sombríos, peripuestos en sus gabardinas oscuras, sombreros de fieltro negro y trajes de paño y corbatas de seda, me sugirieron el blanco y negro del cine mudo de Chaplin.

Sin embargo, su aspecto allende las colinas, con sus pinos, eucaliptos y casas diminutas, así como el verde intenso de unos campos recién rozados, donde pastaban cabríos y vacunos, evocó en mí gratamente el pesebre que hiciéramos con mi mamá el diciembre pasado. 

El carro se detuvo a la entrada, justo en un puente sobre la quebrada que circunda la ciudad, en frente de una edificación grande y amarilla. Luego avanzamos por la senda del pinar hasta la puerta grande del edificio, y mientras subíamos sus gradas hacia uno de los pisos, preguntaba alarmado a mi hermano qué veníamos a hacer al hospital si ninguno de nosotros estaba enfermo; horrorizado ante la eventualidad de una ampolleta.

Con el índice en los labios mi papá nos exigió silencio. Y atravesando el umbral de una de las habitaciones olorosas a ácido fénico, entre las sábanas blancas de una cama de hierro forjado descubrimos la figura de mi hermana Nubia, y junto a ella, en una cuna de balancín, una criatura tierna con un lunar en carne viva en su rostro y con una capucha púrpura puesta. 

Entonces entendí desechando mi alarma inicial, en aquella sala materna surcada por el llanto de los recién nacidos y el murmullo de los visitantes, que a mis cinco años y ocho meses me había convertido, por primera vez, en tío de una niña con una verruga lacerante en su frente, disfrazada de la Caperucita Roja.

El acontecimiento del nacimiento de Susana, que marcó mi vida para siempre, lo asocio con otro por el que fui blanco de la burla de mi hermano, ocurrido al día siguiente: me perdí en el mercado municipal de Pamplona entre los puestos de venta de los vivanderos, cuyas caras rojizas y ruanas peludas contribuyeron a mi espanto para salir corriendo calle abajo.

Susana nació un Miércoles Santo, del 13 de abril de 1960, y desde entonces mi papá la adopto como suya, y la crió entre nosotros como una hermana con todos sus privilegios, incluida la solfa de rejos retorcidos colgados en el corredor, con los que nos aconductaban en aquellos tiempos felices. 
Su vida, después de emancipada del seno familiar, como la de muchas muchachas del pueblo, pasó por el filtro de las dificultades; y las supo sobrellevar con una abnegación que sólo había leído en la vida de los santos. Nunca se quejaba y nunca pedía nada, a conciencia muchas veces de su estrechez. Por el contrario, destilaba siempre amor en su manera generosa de ser y todo lo rubricaba con una sonrisa que le salía del alma. Jamás intrigó ni tomó partido en las minucias familiares. Todos la amábamos.

Susana era sutil como el vuelo de una mariposa, discreta como el silencio de las iglesias y dulce como el almíbar de los melocotones. El día que su corazón se desbocó por el único hombre que amó, lo desafió todo, hasta los convencionalismos sociales; y le fue fiel hasta en el pensamiento; y a su muerte, asumió sin esperanzas el papel de padre y madre. Quizás por eso, este año, el Día de la Madre, trascendental por el efecto de los constantes brindis en su nombre, hizo pública su voluntad de que le pusieran como mortaja el vestido de gala que guardaba orgullosa y que le obsequiara él con ocasión del grado de uno de sus hijos.

Susana tenía como su abuelo paterno el gusto por el café, y yo le decía “don Tomás”, seguro de arrancarle siempre una sonrisa; y en las fiestas familiares bailaba y llenaba su copa con nosotros, siempre discreta y alegre desde que llegaba hasta que se iba repartiendo besos y abrazos con sus cuatro críos aferrados a sus manos. 
El lunes 01 de septiembre fue la última vez que la vi. Hablamos entre bromas de mi cumpleaños reciente que transcurrió sin una pizca de alcohol, y de su próxima operación; y en todo momento destiló optimismo sin la menor duda del éxito de su intervención a corazón abierto. Y sin saberlo los dos, aquella mañana nos dimos en la vía pública frente a su casa materna el último abrazo y el último beso de despedida.

El jueves le fue practicada en una clínica de Bucaramanga la cirugía que duró seis horas, y se condujo luego a la Unidad de Cuidados Intensivos para su observación durante tres días. El viernes volvió en sí, y escuchaba entre los efectos de la anestesia la voz de su mamá Nubia que le hablaba. El segundo día comió cuanto se le dio, consciente y contenta por el éxito de la operación y pidió que la llevaran a piso donde los demás convalecientes. Sin embargo, se le dejó en observación una noche más por prescripción médica. Esa tarde a la seis se despidió de su hijo, de su hermano y su mamá que prometió estar a primera hora de la visita el día siguiente, y lo último que vieron de ella cuando se despedían fue la seguidilla de besos que les lanzaba, una y otra vez, elevando sus labios desde el lecho. 

Esa noche, por efectos de la medicina que causa, según los facultativos, reacciones violentas en el paciente, se produjo lo que nadie deseaba por culpa de un coágulo que obstruyó la válvula instalada produciéndo el infarto mortal que acabó con su vida y con la alegría de todos nosotros. 
Hoy cumpliendo también su voluntad del Día de las Madres, por su miedo visceral a la soledad, y ante su temor de que lo hicieran en los jardines de Cúcuta, sus restos reposarán en el cementerio parroquial para que la visiten sus hijos, familiares y amigos. 

A mi sobrino Renzo que compartió con Susana el sueño de prolongar su vida tras los agotadores trámites que impone el sistema de salud, el agradecimiento de todos sus familiares por su fidelidad de hijo, por su entereza, por su constancia al lado de ella, por esa prueba de amor filial. Que entienda este resultado fatal como una maniobra siniestra del destino y de nadie más. Que estuvimos siempre preparados como él para lo mejor, y nunca para la adversidad. De ahí el impacto en el sentimiento de cada uno de nosotros y que nos duela tanto su partida.

A todos los presentes muchas gracias. A mis sobrinos, huérfanos mis condolencias más sentidas, a Nubia mi consuelo eterno, a mi mamá mi admiración y mi orgullo por tanta fortaleza, a mis hermanos y sobrinos, el llamado a mirarnos en su humildad; y a mí mismo, el compromiso de encender en mi pecho desde hoy la cuarta llama inagotable de mi amor por ella, junto a las de mi papá, y mis hermanas Carmen y Elizabeth, para que brille en su memoria la luz perpetua mientras viva.

2 Realice Su comentario Aquí:

Anónimo dijo...

Amigo.. hermoso y muy conmovedor la despedida de Susana que Dios le de el Descanso Eterno y resignación a ti y a toda la familia...

Anónimo dijo...

MI GRAN AMIGO FRANCISCO "KIKIN" ... DESDE LO MAS PROFUNDO DE NUESTROS CORAZONES UN SENTIDO ABRAZO A TODA LA FAMILIA RODRIGUEZ, CON CARIÑO SU FAMILIA AMIGA CASTIBLANCO ROSARIO.