Impresiones de ‘El Universal’ sobre Cúcuta



Corría el año 44 del siglo pasado y Cúcuta era uno de los destinos preferidos de nuestros vecinos, que aprovechaban su viaje no sólo para hacer turismo sino para aprovisionarse de sus principales productos de consumo, que se conseguían a precios bastante cómodos para sus bolsillos.

 Así mismo, las peregrinaciones a los lugares santos, conocidos de antaño, eran destino predilecto para quienes veneraban el culto cristiano, especialmente durante las festividades de la Semana Santa, entronizada desde épocas coloniales en el pensamiento y los recuerdos de la gente de esta comarca y de allende las fronteras. 

Eran frecuentes, por lo tanto, las crónicas que sobre sus correrías eran noticiadas en las diferentes publicaciones de los lugares de origen de los satisfechos visitantes.

 En esta ocasión, me refiero a las interesantes notas publicadas en el más importante diario venezolano de aquel entonces, a raíz de la visita que realizara por estas tierras, uno de sus principales directivos, el señor Miguel Ángel García en compañía del periodista Ítalo Ayestarán y el diputado venezolano Vicente Acuña.

Sus comentarios y descripciones de la visita cumplida por la época de la Semana Santa del año en mención, son una muestra de la amabilidad y de la generosidad que se les brinda a los visitantes, en estas tierras en la que la hospitalidad es la característica relevante de sus pobladores.

 Comienza su relato en el Puente Internacional, entonces con su nombre genérico y con mención de su constructor el ingeniero Aurelio Beroes y añadiendo que dicha estructura tiene una longitud de 320 metros. 

Pasado el punto fronterizo se adentran en territorio colombiano y al pasar por la Villa del Rosario más que rememorar lo allí ocurrido en 1821 con ocasión de la reunión de plenipotenciarios para discutir la Constitución de ese año, recordaron que en ese encuentro “se vino a rematar en la conjuración famosa de la noche del 25 de septiembre, en la que el Libertador salvó su vida gracias a su valor y a la serenidad de Manuelita Sáenz.”

 Y para compensar lo negativo de la visión del lugar, evocaron también el aspecto positivo de la reunión celebrada entre los presidentes Eleazar López Contreras y Eduardo Santos quienes se reunieron para zanjar definitivamente las dificultades fronterizas entre ambos países y poner fin a una controversia centenaria, culminando con la firma de un tratado celebrado por dichos presidentes, en nombre de sus respectivos pueblos y del cual hoy nadie recuerda.

Llegados a la ciudad, fueron recibidos por el Cónsul General de Venezuela, el señor González Puccini quien coordinó los encuentros con las personalidades más resaltantes de la vida cucuteña. Por protocolo, aunque las visitas eran de carácter personal, se dirigieron a la Gobernación a saludar al mandatario local Manuel José Vargas, quien por esos días se había ausentado de la ciudad y por tal motivo fueron atendidos por el Secretario General Pedro Entrena. 

La charla giró en torno a las magníficas relaciones que mantenían los gobiernos seccionales de la frontera común del Táchira y Norte de Santander y del interés que mantenían ambos, de impulsar el desarrollo de sus territorios y mantener un fecundo intercambio comercial, llegando a la conclusión que “no es una frontera lo que nos separa sino una división administrativa” y con este colofón se dio por terminada la reunión. 

En camino al centro de la ciudad para conocer más de cerca y vivir en propiedad la intensa actividad comercial, fueron comentando que Cúcuta había servido de refugio a miles de venezolanos perseguidos por el terror que desató la tiranía; se hablaba entonces de unos 25.000 tachirenses quienes huyeron de la región mientras estuvo en el gobierno Eustoquio Gómez, muchos de los cuales se quedaron para siempre en el país.  

Durante el recorrido por la zona comercial de entonces, pudieron apreciar la gran diversidad y multitud de artículos que se surten en el comercio y que el alto cambio del bolívar les permite adquirir con excesiva comodidad; era apenas el comienzo de la expresión que se popularizó entre los compradores venezolanos a mediados del pasado siglo “ta barato, dame dos”.

Los ilustres visitantes y su comitiva (cuatro personas), pudieron constatar el anterior argumento, cuando después de terminar un suculento almuerzo, en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, “rociado con whisky” sólo les costó siete pesos, unos quince bolívares y eso, con propina incluida y más satisfechos quedaron de una hermosísima camarera que dijeron tenía “ojos como luceros”. 

Más sorprendidos quedaron cuando entraron a los almacenes de vestuario y compararon precios con los de la capital venezolana; casi no pueden creer que un traje completo, un flux como lo llamaban, que allí costaba 250 bolívares, aquí costara 40 pesos y que un par de zapatos de calidad, los Corona 4 estrellas, solo tuvieran que pagar de 8 a 10 pesos. En la reseña que hicieran posteriormente en el diario capitalino afirmaron que alimentación era baratísima y que las habitaciones lo eran igualmente; que la gente vestía elegantemente y que los bares y restaurantes permanecían concurridos.

La ciudad tenía entonces unos sesenta mil habitantes y a los ojos de los visitantes era una urbe de aspecto moderno a pesar de que algunas calles permanecían sin pavimento y otras solo lo estaban parcialmente pues se las habían recubierto de piedras y cemento, para facilitar el tránsito de los pocos vehículos de motor que había por esa época, toda vez que el transporte “masivo” se hacía con el tranvía que estaba integrado a la Empresa del Ferrocarril de Cúcuta y que permitía el traslado, en el doble sentido,  de Sur a Norte de la capital sin mayores dificultades. Admiraron las construcciones en curso y las terminadas como eran las del Palacio Nacional, que entonces se llamaba edificio Santander, el edificio de la Alcaldía que estaba recién terminado y los funcionarios empezaban a mudarse y ocupar sus respectivas oficinas y finalmente, la gran edificación del almacén de Tito Abbo y Hno. una firma muy conocida en el país vecino ya que la casa matriz estaba ubicada en la ciudad de Maracaibo de donde provenía. 

Y ya para terminar esta primera parte de la crónica, admiraron con beneplácito la construcción de los barrios obreros promovidos por la petrolera local así como “la mole imponente” de un moderno hospital para la misma compañía norteamericana. Como esa edificación ha pasado desapercibida a través de los años, baste decir, que el edificio todavía existe y queda exactamente frente a la Quinta Teresa, sede del Colegio Sagrado Corazón, donde hoy funciona una institución educativa.
Tomado de La Opinión

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