Un niño llamado Pachito

Por: Gustavo Gómez Ardila

No sé por qué a los Franciscos los llaman Pachos, y si son niños o muy queridos, les dicen Pachitos. Fue lo que sucedió con el niño Francisco de Paula Santander, nacido y criado en la bella casona que hoy llamamos Casa Natal del general Santander, en Villa del Rosario.

Algunos dicen que Pachito nació en San Faustino, donde su padre, don José Agustín Santander y Colmenares, se desempeñaba como gobernador. Yo, en cambio, soy de los que prefiero decir que Pachito nació en Villa del Rosario, porque al menos está la casona, hermosa, amplia y llena de historia, en tanto que en San Faustino no hay un sitio al que se puedan llevar turistas y amigos para echarles el cuento de la infancia de Pachito.

Francisco de Paula cumplió, el pasado 2 de abril, 219 años de haber nacido, y menos mal que no está vivo, porque tener que apagar 219 velitas con un solo soplo le hubiera quedado de para arriba a mi general. Digo mal, porque Francisco de Paula Santander hoy está más vivo que nunca. Vivito y coleando. Cada día se le conoce mejor en la historia de Colombia, aunque los tratadistas de antes, poco lo mencionaban. Pues bien, Pachito nació y se crió en la casona villarosariense. Debió jugar en el patio empedrado, debió llevar su caballito de palo a todo galope por tan amplios corredores, debió echar cometas al viento aprovechando la brisa que por allí se mecía, debió subirse a los árboles de la hacienda a bajar frutas y a escondérsele a doña Manuela de Omaña y Rodríguez, su mamá, cuando lo buscaba para que le ayudara a algunos pequeños oficios de la casa. En ella compartió la infancia con sus hermanos Juan Nepomuceno, José Eugenio, Ignacio, Antonio María y Josefa. Jugarían a las escondidas, a la lleva, al trompo y al runcho. Y con toda seguridad, algunas veces doña Manuela debió escuchar las quejas de doña Bárbara Josefa Chávez, la maestra, porque Pachito prefería quedarse jugando que ir a estudiar. Pero Pachito fue creciendo y no podía quedarse toda la vida en la escuela privada de doña Bárbara, ni en la vieja casona. -Mándenmelo, para que vean cómo yo lo pongo a caminar finito les dijo a los papás, el tío materno presbítero Nicolás Omaña que, por aquella época, se desempeñaba como vicerrector del colegio San Bartolomé, en Santa Fe. La mamá le echó los trapitos en un baúl de madera y una mañana partió, acompañado de su padre, hacia la lejana y fría capital. Pachito tuvo que cambiar su pantalón corto y su camisa abierta por el vestido de paño, que se acostumbraba en la ciudad. Pachito tuvo que cambiar el calor de su tierra natal, por el frío del páramo. Pachito tuvo que cambiar los juegos de tierra caliente, por el encerramiento en un colegio. Y tuvo que cambiar las brisas del Pamplonita por la neblina y la brisa fría que todas las tardes bajaban de Monserrate. En el San Bartolomé, Pachito dejó de ser Pachito para ser el joven Francisco de Paula. Se graduó de bachiller y empezó a estudiar Derecho. Iba derecho al título, cuando lo sorprendieron los movimientos insurreccionales del 20 de julio de 1810, en la Nueva Granada. Sin pensarlo dos veces, sin darle mucha vuelta al asunto, se metió entre los manifestantes de aquel viernes y sus gritos se sumaron a la gritería del 20 de julio, lo que después pasó a la historia como el Grito de Independencia. Pero esa es otra historia, mi querido Petete.

Tomado de la Opinión

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