El sepulcro de Santander


Hace más de cuarenta años, el 30 de noviembre de 1971, el congreso de la república expidió la Ley 22, por medio de la cual ordenó el traslado de los restos del General Francisco de Paula Santander a su tierra natal, Villa del Rosario. Hasta ahora no ha sido posible o, lo peor, ni siquiera lo hemos intentado, a pesar de que se trata del valor humano más importante de la región, del hombre que trascendió las formas provinciales para adentrarse en el proceso de libertad y dotarlo de su genialidad jurídica, además de una consciencia de desarrollo educativo que se desplegó en la más grande oportunidad de educación pública en la Gran Colombia y otras ejecutorias que no son del caso enumerar, pero están contenidas en los anales de la historia del país. ¿Qué hacer? La verdad es que es un reto importante para los dirigentes regionales, todos, públicos y privados, el de dar a nuestro prócer una morada digna; en la actualidad, sus restos reposan en el Cementerio Central de Bogotá, en estado deplorable, encerrados con una pobre rejita, llenos de basura, con una estatua que sólo decoran las materias fecales de las palomas, en un nefasto abandono que da pena. Puede ser un propósito nortesantandereano, y un buen pretexto, para unir las fuerzas en un plan de acción que promueva la actitud de un departamento que se ha negado la oportunidad de demostrar su identidad y se muestra arrinconado, igual que en su geografía, en una esquina oriental, soportando las negaciones y los vaivenes de los acontecimientos, sólo afianzado en la arcaica esperanza fronteriza de continuar dependiendo de los vecinos. Desde luego no es fácil; lo único importante es decidirse a hacerlo, con una voluntad regional que se proyecte en las acciones de un pueblo que rinda homenaje a su raza, asumiendo un proyecto que cumpla con el deber moral de traer a su casa a Santander.

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