Homenaje póstumo a la matrona rosariense Filomena Sáenz de Ochoa‏


Por: José Francisco Rodriguez Leal 

Filomena era una de esas pocas personas vivas que tuvo el privilegio de pasear en su niñez en el Ferrocarril de Cúcuta en la Línea La Frontera que transcurría comenzando en la Estación Cúcuta, pasando por la Estación Rosetal, y de ahí continuando su ruidoso transitar por las de Escobal, Boconó, Las Lomitas y Villa del Rosario, hasta su terminal en la cabecera del río Táchira que divide a Colombia y Venezuela. Sin embargo, recordaba con especial fruición los paseos dominicales a casa de su tío José Rosario Rivera, cabrero de Pisarreal, después de cruzar el puente de tablas sobre el río Pamplonita que comunicaba a Los Patios con San Rafael y de abordar el Ferrocarril del Sur hasta sus estaciones La Esmeralda, La Doña Juana (hoy La Donjuana) y la de Bochalema.

         – Cuando nos veía llegar, mi tío mandaba a matar dos cabras y dos gallinas para el almuerzo. Porque en aquellos tiempos no había hambre –evocaba Filomena sin un atisbo de duda en su rostro moreno, representándose en su mente aquellos momentos felices.

Nació el 22 de abril de 1922 día de San Parmenio y heredó de su santoral la constancia y el espíritu sosegado y generoso. Casada con Camilo Ochoa Sánchez, el hermano mayor del clan de los Ochoa de Villa Antigua, cachiporros rojos hasta los huesos, vivieron 60 años de dichosa unión. «Pobres, pero felices », como apuntó ella con aire presumido para que no quedara ninguna duda, y como lo confirmara la numerosa prole de 16 hijos, 8 de los cuales murieron. Y Los que sobrevivieron responden a los nombres de María, Alicia, Camilo, Ignacia, Eduardo, Alfilio, William y Víctor Julio.

Desposada a los 16 años de edad, se inicia en la elaboración de los tradicionales bollos y hayacas en la casa paterna del esposo, ubicada en el sitio conocido como El Zaque, al lado del actual Tobogán Acuático. Y recuerda ella con cierta gracia y rubor cómo perdió la primera cochada de estas tortas de harina de maíz envueltas en hojas de bijao; pues, por culpa de su timidez no las pudo vender porque le dio pena ofrecérselas a sus vecinos. No obstante, sobrepujada por su numerosa familia y la situación económica, se armó de valor la próxima vez y desde entonces vendió con éxito el delicioso envoltorio con el que “levanté a todos mis hijos”, según decía orgullosa de su profesión doña Filomena.

Para entonces, cuando no se conocía la harina de maíz precocida ni por pienso, se cocinaba el grano con concha y se colaba en tamices conocidos como “tamas” que eran una especie de fondo de canasto, hasta retirarles todo el “caspancho”; después, se molía a brazo partido con la ayuda de todos sus hijos y se cocía sobre el fogón de leña la masa así colada hasta alcanzar cierta textura. Se le agregaban los aliños, tales como, ajo porro, cebolla junca, caldo en cubitos, tomate cagón y los chicharrones triturados, para cocinarla después sobre el fogón de piedras durante cuatro horas. Por la noche de Navidad, como lo aprendió de su abuela, los condimentaba con clavo y canela y una pepita parecida a la pimienta, conocida como “guayabita”, que le daba un especial gusto al pastelillo.

Al principio, durante la bonanza venezolana, comerciaba los famosos "bollitos de agua" en la plaza de mercado de San Antonio del Táchira todos los días de la semana, a locha o a razón de ocho por un bolívar, junto a sus pequeños hijos William y Alicia; está última heredera de sus secretos y su sustituta en la elaboración de bollos y hayacas. En los tiempos mejores vendían 300 bollos en un día, hasta cuando la oferta se redujo a menos de la mitad y solo se expendían los fines de semana; pues, la competencia apareció con la presencia de otros vendedores, y sus hijos, mayores ya, se hicieron cargo de ella ante la mengua de su salud después de 60 años ininterrumpidos de producción del sabroso amasado tradicional.

Filomena era una mujer de pocas palabras, con un alto sentido de la responsabilidad, afectuosa y comprensible al extremo con todos sus hijos. Aquella mañana de nuestra charla recordó entre risas la ocasión en que su hijo Alfilio llegó con sus amigos y una gallina debajo del brazo a preparar un suculento sancocho que ella misma le ayudó a arreglar; para percatarse después de que aquella ave que ella devorara con tanto gusto junto a los demás comensales era de los corrales de su de su propia casa.

De esta manera Filomena compartió los mejores tiempos en el barrio Villa Antigua en la calle 10 N° 3-21, en la casa de su hijo Eduardo residente en Caracas, después de haber vivido durante un buen trecho en los contornos del balneario público conocido como La Tapa del Cacho, hoy simple vertedero de aguas servidas de las urbanizaciones asentadas a lo largo de la quebrada Los ángeles. En sus últimos días cada uno de sus hijos se alternó su cuidado haciéndola sentir como si nunca hubiera salido de Villa Antigua, tal cual lo expresó cuando llegué hasta su casa en el año 2006 con el ánimo de recoger sus vivencias y sus nietas se apresuraron a acicalarla para la foto poniendo junto a ella la enorme olla de asas que la identificó por nuestras calles y las del municipio Bolívar como un símbolo regional, llevándola en perfecto equilibrio sobre su cabeza al mejor estilo de las vendedoras de frutas de las playas de nuestras costas.

El martes 14 de este mes, en San Cristóbal, Venezuela, a pocos kilómetros del terruño en el que fraguó sus sueños y sus amores, aquella vendedora que con la constancia de las manecillas del reloj pasaba por las tardes a paso lento con su olla colosal de bollos y hayacas por nuestras calles empedradas, nos dejó el sinsabor de su ausencia y el reconocimiento a una vida ejemplar y digna.

Ahora podrán degustar de manos de ella en el Cielo este rico bocado terrenal.

Villa del Rosario, 16 de julio de 2015.


1 Realice Su comentario Aquí:

El autor de la crónica dijo...

Fe de erratas: En el título de este escrito, léase "matrona" en lugar de "patrona". Y donde dice "quebrada Los ángeles", léase "quebrada Los Ángeles".