El médico de los pobres


A continuación trascribo con inmenso placer del libro “Tonterías, Cuentos y crónicas de un rosariense”, el cuento “El médico de los pobres”, escrito en primera persona por nuestro bardo, José Darío Jaimes Díaz (17-12-1930), autor de la letra de nuestro himno regional y residente en San Antonio del Táchira, que llegara a mis manos por una afortunada casualidad después de indagar durante mucho tiempo por su obra escrita que ya consideraba perdida.  Sin duda que el personaje de su corto relato es el médico homeópata José Jacinto Manrique, figura ilustre de la primera mitad del Siglo XX a quien conoció, y que dejara honda huella en la memoria histórica del municipio por sus facetas de político, escritor y precursor de la medicina alternativa en la Villa del Rosario.


EL MÉDICO DE LOS POBRES

Era un hombrecito de estatura mediana, fornido de cuerpo, de genio apacible y bondadoso. Llegó al pueblo, decían unos, que de Rubio; otros, que venía de Bucaramanga; y se quedó en la Villa para siempre.

Su equipaje era fuera de lo común: retortas para menjurjes, anafres para desahumerios, y una colección de grandes libros de medicina. Porque él era médico… ¡Y qué médico! Muy hábil y excelente.

Construyó una casa de paredes gruesas de tierra pisada y allí instaló un pequeño hospital con camas y mesa de operaciones.
Operaba a sus pacientes, los cosía con agujas e hilo, y luego los bajaba bruscamente de la mesa, a jalones. Y los hacía caminar para cerciorarse de que habían quedado bien cosidos.
Me parece estarlo viendo en cuclillas, agachado, aspirando el humo de las hojas de “pedro noche” que usaba para curarse el asma.

Quiso mucho y le sirvió al pueblo que lo adoptó. Militaba en el partido conservador. Y en tiempos de las guerras civiles, como su casa tenía un túnel que comunicaba con sus amigos los liberales, si las tropas invasoras eran godas, por ese túnel llegaban los liberales a refugiarse en su casa; si las tropas que invadían eran rojas, él se iba por ese túnel para donde sus amigos los liberales.

Conocía todas las ramas de la medicina; curaba locos, era partero, era cirujano. Pero lo más singular de este bondadoso médico, era que no les cobraba a los pobres. Él los auscultaba, preparaba él mismo los remedios y les decía: “Después me paga”.
Cuando yo lo conocí, era un viejito achacoso de setenta y tantos años que tenía una eficaz manera de espantar a la muerte.

Tenía en su casa un ataúd, apropiado a su estatura. Cuando se sentía enfermo, se metía en él y permanecía largo rato, sonriendo, hasta que se recuperaba. Pero cada vez que se moría algún pobre, que su familia no tenía para comprar el cajón, él le regalaba su ataúd y encargaba otro.

Así vivió el doctor muchos años. Cien años… ciento veinte… Comprando ataúdes y regalándolos a los pobres. Hasta que un día se sintió enfermo, fue a la alcoba donde tenía su ataúd para meterse en él y recuperarse; pero no lo halló. 
No recordaba que lo había donado a un pobre. Solo vio una vaga forma blanca en un rincón de la alcoba que le dijo:
–Te estaba esperando para llevarte, doctorcito.
Y escuchó una estridente carcajada.

Trascripción Francisco José Rodríguez Leal

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