Se vende para demoler


Por: (Francisco J. Rodríguez Leal. Villa del Rosario, 19 de marzo de 2015).

(Dedicado dolorosamente a la memoria de mis antepasados)

Una mañana, cuando subía a la ciudad nueva a pagar los compromisos puntuales con que las empresas de servicio público devoran una buena porción de nuestros pírricos ingresos en la frontera, no le podía dar crédito a mis ojos ante un aviso que no había visto antes. 
Incrédulo recorté la marcha para asegurarme de no haber leído mal; pero como hallé un espacio sobre los escombros de la demolición de una vieja tapia pisada perteneciente a la misma edificación, me orillé para leer una y otra vez aquel letrero escrito en letras carmesí. No cabía duda: Se vende un monumento. Y algo más terrible todavía, por las dos caras de su fachada pude leer otra inscripción siniestra que hirió en lo más profundo mi sensibilidad telúrica: “Se vende para demoler”. 

Entonces emergió en mi mente la imagen de aquella estampa de la locomotora Táchira y su paso a nivel por la ciudad antigua donde los pasajeros de sombrero de ala ancha y saco de lino acompañados de sus hijos de pantalón corto y cotizas, aguardaban a los viajeros y las mercancías procedentes de Cúcuta amparados bajo la techumbre de la estación o abordaban aquel gigante mecánico hasta el final de su recorrido en la cabecera del puente internacional Bolívar recién construido sobre el río Táchira.

Desmanteladas sus oficinas tras la desaparición de la línea ferroviaria el 14 de octubre de 1932, el inmueble de propiedad estatal fue convertido en centro de salud primero, y luego de enseñanza básica; en tanto, otra parte de sus instalaciones era cedida en arrendamiento a particulares. Así, vimos funcionando a mediados de los años treinta del siglo pasado una bomba de gasolina fundada por el rosariense Santiago Moros, bajo el nombre de “La Estación”; la que transfirió en venta algunos años después a don Víctor Suárez, un chitarero laborioso que apareciera en nuestra antigua población como vendedor de las primeras máquinas de coser de la marca Singer a finales de los años 30, y quien plantara definitivamente sus reales en la región después de quedar prendado de la belleza de Margarita Guerrero Dávila, para darle a continuación, iluminado por el amor y su alma de negociante irredimible, un impulso inusitado al cultivo de la uva en estas vegas; convirtiéndonos, además de referente histórico, en el primer productor de su mejor variedad en todo el país con la asesoría del suizo Julio Loscher, apodado “el Míster” .

Por sus múltiples actividades, don Víctor dejó la administración de la bomba de gasolina a los cuidados de sus suegros, Celmira Dávila y Natalio Guerrero, quienes apreciando a su vez la gran aceptación del fruto de la vid por los viajeros y turistas que transitaban por la única calzada de doble vía que comunicaba a Colombia con Venezuela, dispusieron bajo el alero de la Estación su venta junto al zapote mamey, el zapote firolisto, el níspero, el hicaco, el mamón, el mango, la guama, la pulpa de tamarindo y el bocadillo veleño en cajita de madera en un ventorrillo atendido por la señora Eusebia Dávila, hermana de doña Celmira y de unos ojos diamantinos como los de esta. Mientras, en el terreno adyacente, don José Manuel Hernández, obrero de la Petroleum Company, y su esposa Apolonia Rojas, cimentaban su amor en una numerosa prole que solo interrumpió la intolerancia partidista de mediados del Siglo XX que los hizo exiliar una noche en la vecina población de San Antonio del Táchira, después de una andanada de piedras contra la puerta de entrada de la casa. Al mismo tiempo, en el patio de la vieja estación donde se encuentra actualmente el polideportivo, el donjuanero Juan Báez, personaje de controvertida reputación, durante y después de las reyertas del periodo de La Violencia, cultivó la rica baya en los parrales plantados por él hasta el día en que le fue solicitado el inmueble por las autoridades del municipio; exigiendo como condición para su entrega, la indemnización por cada planta de uva sembrada. En tanto, Fructuoso Omaña, ocupaba la vivienda abandonada por los Hernández Rojas, y tras él, los esposos Camilo Castellanos y Carmen Mantilla quienes llegaron procedentes de La Uchema. A su vez, por la entrada de la carrera séptima, hasta finales de los años sesenta, funcionó la Escuela de Varones Luis Febres Cordero. 

Finalmente, durante más de dos décadas vivió en el inmueble patrimonial el señor Rito Meneses, pensionado del Ministerio de Obras Públicas y Transporte. En aquel entonces, principios de la década de los noventas, uno de sus vástagos, concejal para la época en el municipio, le hablaba al oído a un alcalde salido del anonimato por el fracaso de las componendas de viejos políticos, caciques de los cotos electorales, que cedieron en sus pretensiones de poder cuando la argucia de ganar adeptos adjudicando los terrenos ejidos a gente forastera se les revirtió en contra, traicionados por sus beneficiados que vieron la oportunidad de alzarse con el manejo del municipio poniendo al frente a uno de sus paisanos al advertir su superioridad numérica. En la vivienda insigne vivía también bajo el mismo techo una prima y compañera de estudios del cabildante, oriunda del municipio de Sardinata, quien fungió de cómplice necesaria para la compraventa como ejido del inmueble patrimonial, según consta en el recibo de Tesorería N° 1544 del 27/12/92 y en la Escritura N° 3868 del 07 de noviembre de 1992, en la que aparecen las firmas de puño y letra del alcalde Octavio Martínez Acuña como vendedor y de Nohora Ramírez Uribe como compradora ante el Notario Segundo del Circuito de Cúcuta, Ismael Quintero Pineda, por la irrisoria suma de ocho mil ochocientos cuarenta y dos pesos con ochenta y dos centavos ($8.842.82); para constituir a continuación, por parte de la “aventajada” estudiante de derecho, el 30 de enero de 1995, una hipoteca real abierta del bien patrimonial bajo el N° 258 a favor del Banco Cafetero, por tres millones de pesos ($3’000.000). Entidad que posteriormente lo embargó por la falta de pago de la prestataria, y lo remató a favor del mejor postor que resultó ser un comerciante con domicilio en la ciudad de Tibú, de nombre Fernando López, que indiferente al valor histórico del inmueble, avalúa hoy en ciento ochenta millones de pesos ($180.000.000) la venta de las ruinas de la Estación del Ferrocarril km 14 para su demolición, según rezan los letreros funestos de su fachada. 
Por la venta fraudulenta del inmueble, declarado monumento nacional de acuerdo al Decreto 746 del 24 de abril de 1996, el doctor Nelson Eduardo Durán Pulido, a la sazón Procurador Departamental, abrió investigación disciplinaria contra el burgomaestre Octavio Martínez Acuña por irregularidades administrativas en detrimento del patrimonio histórico de Villa del Rosario; como consta en el expediente NEDP/LGP 076-00745-98, cuyos apartes más importantes fueron  publicados por el diario La Opinión, el jueves 4 de noviembre de 1999 en la página 2A. 

Sin embargo, la argucia de los políticos regionales que manejan los organismos de control a través de sus cuotas políticas en los cargos públicos, convirtió su decisión en volutas de humo al lograr el traslado del Procurador Departamental a Cartagena de Indias y el archivo definitivo del proceso por vencimiento de términos, según el eufemismo con el que se denomina el desgreño administrativo intencional que constituye la coartada perfecta para dejar impune los delitos por parte de los órganos de justicia.
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Desencantado por el sino de fatalidad que asedia a nuestro patrimonio monumental, víctima de la barbarie de advenedizos inescrupulosos que han pisoteado nuestra memoria histórica, seguí mi camino con un dejo de vergüenza por mis antepasados que vivieron orgullosos de su estirpe y fueron testigos de la pujanza del coloso metálico a vapor, cuyo último vestigio material, representado en la estación en ruinas, está a punto de desaparecer como él por la indiferencia y la ignorancia de muchos. 
Dentro de pocos años, hablar del paso del ferrocarril y de la estación de Villa del Rosario, será asunto de enajenados y charlatanes ante la inexistencia de cualquier indicio o referente real que indique el sitio exacto en donde alguna vez existió. De esta manera quedará borrado para siempre un ícono más de nuestra historia, y por ende, de nuestra identidad.

La disolución de la Gran Colombia, de la que fuimos capital en 1821, la delimitación territorial creando las líneas imaginarias de la separación y el éxodo de desplazados por la pobreza y la violencia de sus regiones, han convertido la cuna de la república en un centro de mercachifles y bucaneros errantes para quienes nuestro acervo histórico y cultural sencillamente no existe por el culto a la ambición personal que alimenta la rapiña, el contrabando y la especulación; y en donde los lazos de amistad de las dos naciones se circunscriben al desmantelamiento de una y otra economía, como la verdadera razón de ser de sus mezquinas existencias.  
Mientras tanto, ante la indiferencia general, “SE VENDE PARA DEMOLER”, un monumento nacional. ■ 




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