El último adiós de la locomotora Táchira



Por: Francisco José Rodriguez Leal

(A todos quienes han respaldado las imágenes evocadoras del pasado de Villa del Rosario antes de que como la hojarasca recibiéramos el éxodo logrero de compatriotas llegados de todas partes; en memoria de los protagonistas de ese pasado que conmueve solamente a quienes amamos a este pueblo; a mis amigos del alma; a la camada de rosarienses hijos de la trashumancia que tienen la responsabilidad histórica de asumir el destino de este "pueblo de mucha historia", como reza nuestro himno regional, quiero dedicarles este relato corto atrapado con toda premeditación de labios de una testigo viva, digna de toda credibilidad, del día fatal en que desapareciera la obra más ambiciosa de los nortesantandereanos del siglo XIX.)

AGRADECIMIENTOS

De mi conversación casual con doña Aurora Leal de Ramírez, honorable matrona de probada raigambre regional como pocos, y testigo ocular del paso por nuestra zona histórica de la extinta locomotora a vapor que conformó con veinticuatro máquinas más el Ferrocarril de Cúcuta, dado al servicio público el 23 de junio de 1888 por una raza de pujante de hombres que hizo realidad esta quimera, se apoderó de mí la necesidad de transcribir el instante doloroso de su último recorrido, para tratar de cimentar un aspecto más de la importancia de Villa del Rosario en el alma provincial, amén de su principal importancia en la historia de Colombia. A ella, que me narró este instante del pasado ignorado por muchos coterráneos, le ofrezco desde el fondo de mi corazón este breve relato como muestra de mi agradecimiento. 

EL ÚLTIMO ADIÓS DE LA LOCOMOTRA TÁCHIRA
(22 de julio de 1897 - 14 de octubre de 1932)

Aquella mañana nos levantamos todos con el corazón oprimido. El ambiente estaba enrarecido por un duelo colectivo que nadie se atrevía a mencionar. Y para no revelar las ojeras del insomnio por el temor de estallar en llanto, evitábamos mirarnos a la cara.

Los hombres, más ceñudos que nunca, tomaron a grandes sorbos las totumas de café y salieron sin despedirse a sus lugares de trabajo en los trapiches y los corrales de las haciendas. Nosotras, mientras tanto, eludíamos cualquier conversación, reconcentradas en remover los tizones de la cocina de paredón, o barriendo con rabia el piso desnudo del corredor por algo que estábamos seguras tendría lugar sin prórroga a las cuatro de la tarde.

Los niños, sin entender lo que ocurría a su alrededor, lavaron sus caritas, se enfundaron sus pantalones cortos y sus cotizas, y con sus pizarras bajo el brazo marcharon alegres ala escuela General Santander, aledaña al Templo Histórico.

A mis doce años, mi alma soñadora podía presentir la pérdida para siempre de aquella inmensa mole que en mi infancia me hacía esconder entre las enaguas de la abuela y que durante más de tres décadas paralizó los oficios del hogar y las faenas de las haciendas a su paso a nivel por la antigua población con sus largos bramidos que anunciaban la llegada de buenas nuevas a los habitantes de Villa del Rosario entre la estridencia de su carrilera y el fragor de pasajeros y mercancías. Pues, en sus compartimentos llegaban las visitas ansiosamente esperadas, los productos frescos del campo que no producía nuestra región y las novedades de Europa y Estados Unidos que vimos muchas veces desembarcar de los vagones de carga.

Impulsada por este sentimiento me quedé mirando abstraída la red ferroviaria pensando en los destellos de su carrocería cuando aparecía a la distancia entre nubes de humo, y donde había visto saltar una estela infinita de estrellas al contacto del riel con la tracción de las ruedas metálicas, y los sombreros de los viajeros que se repetían sin fin en los ventanales en la larga frenada hasta su llegada a la Estación de Kilómetro Catorce.

Durante el almuerzo que todos tomábamos en silencio, la abuela hizo el comentario que nadie quería escuchar, pero que como una nube negra cayó sobre nosotros precedido del rayo de su voz:

-Hoy se despide el tren.

Y por toda respuesta apuramos los cubiertos en los platos tratando de ahogar con su ruido aquella afirmación inapelable.

Por este acontecimiento sin precedentes hubo un acuerdo tácito de todos los pobladores que suspendieron sus labores para bajar hasta la Estación, y las escuelas enviaron a los niños a sus casas para que vieran por última vez el paso articulado de la Locomotora Táchira.

Cuánta nostalgia. Cuántas esperanzas. Cuánta alegría. Cuántos sueños albergaron sus vagones. Y qué delicia constituía hacer su recorrido desde la Estación Km. 14, pasando por la Aduana contigua al puente internacional Bolívar, y dejarse arrullar por su trotecito alegre en su itinerario por los paisajes de Trapiches y Boconó, y sobre el paso elevado en San Luis viendo transcurrir el río Pamplonita, hasta arribar al tumulto de la Estación Cúcuta. Y qué emocionante al retorno experimentar nuevamente la naturaleza hasta el remanso de la Quinta Santander, y atisbar desde allí la cúpula majestuosa del Templo Histórico que era como el centinela de su paso, al que saludaba siempre con el sonido profundo de su silbato.

Y los domingos, colmados de paisanos, con canastos repletos en las rutas de ida y vuelta, y las voces alegres y altisonantes de los pasajeros que trataban de sostener sus diálogos por encima del rumor de hierro del ferrocarril, hacían pensar en una ciudad floreciente e igualitaria donde ricos y pobres viajaban hermanados. 

Aquella tarde del 31 de octubre de 1932 una muchedumbre anhelante colmó la Estación del Ferrocarril Km. 14, a lado y lado de sus carrileras, esperando el alarido mortal de aquel vehículo de transporte tan caro a sus afectos que había desplazado el empleo de los carros a gasolina.

Con la abuela y mis hermanos salimos al alero de la casa para compartir el adiós supremo con los demás curiosos , mientras sentíamos en las sienes las pulsaciones del pecho.

Y lo vimos finalmente insinuarse a la distancia en medio de un lamento triste y moribundo, con una ansiedad que crecía entre la concurrencia en proporción a la proximidad de sus quejidos. Y prorrumpimos todos en un llanto emocionado y una algarabía luctuosa agitando pañuelos y sombreros porque con el él moría en el fondo algo de nosotros mismos.

Hoy, después de ochenta y un años, rodeada de mis hijos y mis nietos, cuando recurro a su recuerdo, estremecida por el ruido de los vehículos que surcan a diario la antigua vía férrea, pienso que como la vieja locomotora voy realizando mis últimos recorridos en la tierra que amaron mis mayores, y de la que, más temprano que tarde, tendré que ausentarme para siempre como aquél gigante metálico que marcó mis días juveniles.

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