Octavio Martínez Acuña

Por: Luis Arturo Melo
Hace cincuenta y cinco días de manera inexplicable se fue Octavio Martínez Acuña, pues era un hombre vital que apretaba en su ser tanta energía física como moral, derivada de sus entrañables convicciones ancestrales y  liberales. Se fue joven siendo uno de los últimos jefes regionales de estilo de viejo cuño, que le servían a la gente tan generosamente y con tal desprendimiento, que en los últimos nueve años en que nació y se fortaleció nuestra amistad, llegué a pensar que no solo era un místico de su partido sino, además, un tanto ingenuo. 

Compartimos la relación laboral que nos encomendó el Estado en la Registraduría Nacional y en ella nos descubrimos y conociéndonos destruimos muchos prejuicios heredados del “ancien régime” que  destituyó la Constitución de 1991. Octavio descubrió que yo no era reaccionario, godo y sectario sino librepensador y yo descubrí que él no era el liberal come curas, manzanillo y politiquero que acusaban ante mi despacho sus contradictores de muy baja estofa de la Villa Histórica, sino un hombre vertical, recio y honesto. 

Al cabo de los primeros meses de su ejercicio de Registrador Especial, llegó a mi oficina y de manera directa y sin preámbulos como decía Alzate, me espetó la pregunta sobre los panfletos de sus ruines y celosos detractores. Quise distraer el tema y recordé  de inmediato una de las lecciones de Londoño y Londoño en las clases de Derecho penal y de las estrategias para manejar las audiencias públicas.  Nos decía el maestro, que era un taurófilo empedernido, cuando el astado era difícil por querendón de un toril, la tarea era llevarlo a otro y ojalá el opuesto. Le expresé a Octavio que no valía la pena el contenido y menos llevar el escrito a las preliminares de control disciplinario y que el destino sería el archivo. Era como el cambio de toril a mi parecer.

Octavio reaccionó como un león, pues quería enfrentar los cargos hasta el último respiro. En cuantas me vi, para persuadirlo,  que la queja de participación en política y de hacer proselitismo desde su despacho no se daba en su caso, por razones de jurisdicción y competencia pues los municipios eran distintos.  Pero lo desarmé cuando le dije, que servirle a la gente no era falta disciplinaria sino un deber y a uno cuando lo nombran en un cargo era para servir, así las colas de la gente que se apilan en una sola oficina sean interminables, aunque fueran de  Villa del Rosario.

Poco a poco ya roto el celofán, las visitas se daban una sola vez a la semana y curiosamente en los días infaltables de Hernando Ruán Guerrero, con quien hubo empatía, cuando se aposentó  con mi complacencia en el despacho y convirtió la mesa de juntas, en la de su trabajo. Era una mesa congestionada de planos y mapas en un desorden impresionante que solo Hernando manejaba con la precisión de Reloj Sterling. Ellos en su rincón y una sola vez a la semana y yo seguía con malicia sus proyectos, me imagino, sobre el Pot de la Villa, de los intercambiadores viales  que les  obsesionaba a ambos. Y un día pesqué la más halagadora referencia hacia mí, pues le decía el uno al otro, cuidado con Arturo que  se volvió más liberal.

Octavio, era de una generosidad en el trato con sus seguidores políticos rayano en la ingenuidad, no atendía recomendaciones de las cosas que observábamos y como nunca adivinó traiciones y deslealtades, a los golpes les devolvía abrazos. Era un hombre de verticales posiciones personales en sus convicciones, en su fe, en su fortaleza que fe su núcleo familiar del que se ufanaba con terquedad y con soberbia, pues era natural, si era su orgullo. Lo que más me impresionó de su parábola política, fue la demostración que sirviéndole a su gente, hoy se puede hacer política con transparencia.

Adenda: A pesar de los errores yo confío en personero de Cúcuta. Nunca es tarde para rectificar.

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