Por Yolanda Reyes
Mis primeros regalos de navidad los trajo el Niño Dios de San Antonio del Táchira. A esa mezcla de San Andresito y Miami iba la generación de mis padres a comprar 'contrabando', como se llamaban los tesoros que no se conseguían en el mercado nacional: radiolas, transistores, porcelanas y los infaltables Cocosetes. Estoy hablando de tiempos antiguos de proteccionismo, cuando globalización era un vocablo tan desconocido para nosotros como lo es transistor para los jóvenes. Pero, más allá de lo anecdótico, estoy hablando de una historia común, tan entrañable y conflictiva como las relaciones fraternales o los culebrones venezolanos que nos entretuvieron en la adolescencia.
Parece una perversa paradoja que, justamente ahora, cuando los discursos veintejulieros y los desfiles militares han dejado de ser festejos de Bicentenario y amenazan con volverse guerra, los habitantes de la frontera colombo-venezolana tengan tan pocos motivos para celebrar. Habría que detenerse en Villa del Rosario, arrodillarse frente a las ruinas de esa catedral en la que se reunieron los miembros del Primer Congreso Constituyente de la Gran Colombia en 1821, once años después de aquel florero, y leer la placa conmemorativa que nos recuerda que ahí "se definió la fisonomía democrática de nuestros países y se selló a perpetuidad su fraterno entendimiento bolivariano".
Habría que hacer un minuto de silencio en ese Parque la Gran Colombia y llorar -¿o reír?- frente a las ruinas de aquel sueño integracionista, más roto que la misma catedral destruida por el terremoto de 1875. Y habría que sentarse bajo la sombra del mismo tamarindo que albergó conversaciones y malentendidos entre Santander y Bolívar, y hoy sigue refrescando a las familias que tienen un pie en Colombia y otro en Venezuela (como tienen la cara de una madre cucuteña y el cuerpo de un padre de San Cristóbal) y están emparentadas y han compartido pupitre, como lo hicieron en Pamplona Carlos Andrés Pérez y Virgilio Barco.
Nuestros biliosos presidentes y sus amedrentados y decorativos diplomáticos deberían saber que en Cúcuta la gente no se saluda preguntando "¿cómo amaneció?", sino "¿a cómo amaneció el bolívar?", y que, según sea la respuesta, hace mercado en Colombia o Venezuela, y que prepara platos similares, así se llamen hallacas o tamales. Y que, en la carretera de Bucaramanga a Cúcuta es casi imposible encontrar estaciones de gasolina, pues los vehículos colombianos -a menos que tengan placas oficiales- se movilizan con la que traen de contrabando en las 'pimpinas'. Y deberían saber que los venezolanos van de compras a los modernos centros comerciales cucuteños y que hay un negocio de cambio de moneda llamado 'Conexiones Gran Colombia' y una cooperativa de taxis en Ureña llamada 'Paz sin Fronteras'... Y que esos nombres no son irrelevantes coincidencias sino expresiones de una relación, que también se da en La Guajira y en los Llanos, en la que se mezclan negocios con placer, y lo mejor y lo peor de cada lado, como sucede en cualquier vecindario.
Y deberían saber que para eso les pagamos: para manejar nuestras relaciones, y que eso incluye nuestros eternos conflictos migratorios, desde la falta de hospitalidad que antes se dispensaba a las empleadas domésticas ilegales que exportábamos, hasta el exceso que hoy se brinda a nuestros guerrilleros. Y deberían recordar que lo que consideran melifluos o hipócritas canales diplomáticos son sostenidos por nosotros para tramitar las diferencias. Y que "el tema de fondo", como lo llama el canciller Bermúdez, quizás es más el que diagnosticó un taxista de frontera: "Que nuestros presidentes no se quieren y nosotros tenemos que aguantarlos". De todo lo demás: de pruebas, bases, grupos ilegales, cooperación, migración, tendencias derechistas y de izquierda podría ocuparse la política exterior. Suponiendo que existiera, lo cual es técnicamente imposible con estos dos presidentes que se entretienen jugando a la guerra, a costa de la quiebra de su gente.
Mis primeros regalos de navidad los trajo el Niño Dios de San Antonio del Táchira. A esa mezcla de San Andresito y Miami iba la generación de mis padres a comprar 'contrabando', como se llamaban los tesoros que no se conseguían en el mercado nacional: radiolas, transistores, porcelanas y los infaltables Cocosetes. Estoy hablando de tiempos antiguos de proteccionismo, cuando globalización era un vocablo tan desconocido para nosotros como lo es transistor para los jóvenes. Pero, más allá de lo anecdótico, estoy hablando de una historia común, tan entrañable y conflictiva como las relaciones fraternales o los culebrones venezolanos que nos entretuvieron en la adolescencia.
Parece una perversa paradoja que, justamente ahora, cuando los discursos veintejulieros y los desfiles militares han dejado de ser festejos de Bicentenario y amenazan con volverse guerra, los habitantes de la frontera colombo-venezolana tengan tan pocos motivos para celebrar. Habría que detenerse en Villa del Rosario, arrodillarse frente a las ruinas de esa catedral en la que se reunieron los miembros del Primer Congreso Constituyente de la Gran Colombia en 1821, once años después de aquel florero, y leer la placa conmemorativa que nos recuerda que ahí "se definió la fisonomía democrática de nuestros países y se selló a perpetuidad su fraterno entendimiento bolivariano".
Habría que hacer un minuto de silencio en ese Parque la Gran Colombia y llorar -¿o reír?- frente a las ruinas de aquel sueño integracionista, más roto que la misma catedral destruida por el terremoto de 1875. Y habría que sentarse bajo la sombra del mismo tamarindo que albergó conversaciones y malentendidos entre Santander y Bolívar, y hoy sigue refrescando a las familias que tienen un pie en Colombia y otro en Venezuela (como tienen la cara de una madre cucuteña y el cuerpo de un padre de San Cristóbal) y están emparentadas y han compartido pupitre, como lo hicieron en Pamplona Carlos Andrés Pérez y Virgilio Barco.
Nuestros biliosos presidentes y sus amedrentados y decorativos diplomáticos deberían saber que en Cúcuta la gente no se saluda preguntando "¿cómo amaneció?", sino "¿a cómo amaneció el bolívar?", y que, según sea la respuesta, hace mercado en Colombia o Venezuela, y que prepara platos similares, así se llamen hallacas o tamales. Y que, en la carretera de Bucaramanga a Cúcuta es casi imposible encontrar estaciones de gasolina, pues los vehículos colombianos -a menos que tengan placas oficiales- se movilizan con la que traen de contrabando en las 'pimpinas'. Y deberían saber que los venezolanos van de compras a los modernos centros comerciales cucuteños y que hay un negocio de cambio de moneda llamado 'Conexiones Gran Colombia' y una cooperativa de taxis en Ureña llamada 'Paz sin Fronteras'... Y que esos nombres no son irrelevantes coincidencias sino expresiones de una relación, que también se da en La Guajira y en los Llanos, en la que se mezclan negocios con placer, y lo mejor y lo peor de cada lado, como sucede en cualquier vecindario.
Y deberían saber que para eso les pagamos: para manejar nuestras relaciones, y que eso incluye nuestros eternos conflictos migratorios, desde la falta de hospitalidad que antes se dispensaba a las empleadas domésticas ilegales que exportábamos, hasta el exceso que hoy se brinda a nuestros guerrilleros. Y deberían recordar que lo que consideran melifluos o hipócritas canales diplomáticos son sostenidos por nosotros para tramitar las diferencias. Y que "el tema de fondo", como lo llama el canciller Bermúdez, quizás es más el que diagnosticó un taxista de frontera: "Que nuestros presidentes no se quieren y nosotros tenemos que aguantarlos". De todo lo demás: de pruebas, bases, grupos ilegales, cooperación, migración, tendencias derechistas y de izquierda podría ocuparse la política exterior. Suponiendo que existiera, lo cual es técnicamente imposible con estos dos presidentes que se entretienen jugando a la guerra, a costa de la quiebra de su gente.
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