La casona de Santander

Por: Gustavo Gómez Ardila

Confieso que a las 7:00 de la noche, del pasado 6 de mayo, sentí miedo en la casona del general Francisco de Paula Santander. A esa hora terminó la sesión solemne con que la Academia de Historia de Norte de Santander le había rendido honores al prócer nortesantandereano. Los Académicos se habían marchado y yo, como secretario, debía recoger papeles, cables, libros, cerrar puertas, ajustar ventanas, apagar luces...y la casa grande, demasiado grande, empezó a llenarse de sombras atemorizantes.
Me sentí solo, inmensamente solo, al decir del poeta. Los corredores, largos como túneles sin fin, el patio empedrado y los árboles como gigantes y el viento aullador, me ponían los pelos de punta.
Escuché cascos de caballos en el patio, tal vez los del general y sus edecanes. Me pareció ver luces hacia el lado donde quedaba la cocina. Y el rasguido de una guitarra, acompañando una voz varonil, venía de una esquina donde, a la luz de la tímida luna, yo creía ver mecerse una hamaca colgada de los horcones.
Me detuve a escuchar con mayor detenimiento, y entonces no supe si era música de ultratumba, o que aún resonaban en mis oídos las melodías con que, en la sesión de esa tarde, el profesor Rafael Darío Santafé nos había deleitado. Porque el académico Santafé, además de ser un gran intérprete y compositor musical, es un estudioso de la historia a través de la música. Por él supimos que Santander tocaba la guitarra y cuáles eran los bambucos y pasillos que más le gustaban al general. Fue tan bella la expresión musical de Santafé y su esposa, esa tarde, que el académico Pablo Chacón Medina no resistió la tentación de elogiarlos, en encendida oración, por fuera del programa.
De pronto, escuché una voz que declamaba y tampoco supe si era Francisco de Paula en alguno de los aposentos, o el académico José Cuadros que, con memoria prodigiosa, volvía a recitar proclamas del Hombre de las Leyes, como lo había hecho en la sesión, en su discurso sobre la muerte del héroe.
Yo seguía petrificado ante aquella visión. Pero ya no tenía los pelos de punta. Ahora quería permanecer allí para oír más espantos o volver a escuchar la formidable intervención del médico Ramiro Calderón, quien había hecho su entrada triunfal a la Academia, hablando sobre Santander y Bolívar y el humanismo griego.
Me sentí embriagado. No de vinillos, porque no hubo vinos esa noche, sino de historia, de música, de sapiencia. Esa noche supe que, con académicos así, la Academia de Historia de Norte de Santander tiene larga vida asegurada. Y entonces no me sentí solo. Es como si también, a mi lado, estuvieran la Junta Directiva y los Expresidentes y los Miembros de Número y los Miembros Correspondientes y los invitados especiales disfrutando de aquella visión histórica.

Y allí, en la casona del General Santander, hubiera quizás permanecido mucho tiempo, si las voces de los académicos Luis Eduardo Lobo Carvajalino y Ólger García, no hubieran llegado a sacarme del éxtasis, cansados de esperarme afuera:- Vámonos, que se nos enfrían las arepas ocañeras que nos están esperando.

Tomado de aquí

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