Evocaciones desde el Cerro de Las Múcuras


Por: José Francisco Rodriguez Leal

Antonio Lameda Vegas es un rosariense extrañado por las faltas de oportunidades del pueblo que lo vio crecer. En realidad es hijo de un inmigrante de las Islas Canarias que llegó en barco a las costas venezolanas después de la Guerra Civil Española y regresó a Tenerife luego de que se atemperaran la cacería de brujas y la hambruna de la dictadura franquista. De ese autoexilio nació nuestro amigo que fue dado en adopción por su madre natural a doña Elvia Monsalve, una sangileña excepcional que lo amó como propio y lo formó de acuerdo a sus sanos principios morales.

A finales del mes pasado, llegó procedente de la capital de Venezuela donde reside, conjuntamente con su esposa Teresa Daza Vera, como lo hace año a año para visitar a la familia, recorrer el pueblo y enterarse de primera mano de sus últimos acontecimientos. Pues, aunque hace más de cuarenta años se fue, lleva sembrado a Villa del Rosario en su corazón. Con él compartí pupitre en el salón de clases de la Escuela Manuel Antonio Rueda Jara y hemos forjado desde entonces una amistad a prueba de prejuicios e ideologías.

Antonio tiene la memoria feliz de la infancia y recuerda con frescura los pormenores de los hechos de los que fue testigo; los que relata con todas sus minucias con su forma entusiasta y graciosa de ser. Reconoce entre risas que de niño no se perdía «ni la movida de un catre», y en donde ocurriera un suceso fuera de lo común, corría por las calles empedradas y estaba siempre en primera fila junto a los demás mirones.

El pasado fin de semana, sin previa concertación, sostuvimos una tertulia y abordamos como de costumbre las estampas bucólicas que compartimos en los años de escuela. Y con lujo de detalles recordábamos nuestras incursiones por las tardes al Cerro de las Múcuras cuando, al final del barrio Gramalote, encontrábamos a los cabreros y cabreras arriando su ganadería y llamando por sus nombres a los animales que se rezagaban parados en sus patas traseras ramoneando las matas de matarratón que sostenían las cercas de alambre de púa con que encerraban los habitantes pobres sus solares en aquellos tiempos.

Evocábamos las depresiones profundas del callejón y las efigies de arcilla cruda que moldeaban las lluvias, el sol y el viento en su interior, antes de descubrir el verde exuberante de esas colinas en nuestras incursiones a La Cruz desde donde nos extasiábamos contemplando nuestro pueblo echado mansamente al pie de aquellas alturas, y divisábamos los campanarios de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario y del Templo Histórico, las palmas de los parques General Fortoul y de la Gran Colombia, y los techos rojos de las casas de bahareque. Y más arriba, junto a los pozos de agua que dejaban los aguaceros, a donde iban las lavanderas del pueblo con sus atados de ropa sucia, amasábamos la greda para la elaboración de los trabajos manuales asignados por el profesor Ramírez, tras comer de los frutos escarlatas del tuno y de cortar el manojo de las escobas de rama de palito negro que llevábamos a nuestras mamás para barrer el frente de la casa y el piso de tierra del patio, gratificados por ellas con el tazón de aguamiel con leche y el mojicón de pan dulce.

No obstante, fue él quien pinchó la burbuja grata de aquellas remembranzas cuando se quejó esa noche de las partículas de ceniza que invadían la casa de su suegra donde se hospedaba, exhibiendo la evidencia en su dedo índice; y quien confesó la gran desazón que experimentaba cuando tomaba el sol de la mañana y podía ver desde de la puerta de la vivienda la vegetación negra del Cerro de las Múcuras y la densa columna de humo de las chimeneas de las ladrilleras, de las que emergía, no precisamente un genio de los cuentos de las Mil y Una Noches, sino el letal gas carbónico que caía impunemente sobre muebles y enseres, y era injerido por cada uno de los habitantes.

Fue su preocupación la que me motivó a escribir estas notas unas vez que nos despedimos aquella noche, y esta misma inquietud la que me impulsó el primer día de la semana siguiente a escalar en su compañía la cima del cerro de nuestras nostalgias.

Aquel día subimos por la prolongación de la calle 7ª, por una calzada de cemento con casas a lado y lado, que nos llevó hasta un rancho de zinc que era la última edificación emplazada a un costado de La Cruz. Luego ascendimos penosamente por la calle 4ª, casi hasta la cresta del cerro, con la esperanza de hallar el orégano que se daba montaraz en su parte más elevada, justo a los pies de las torres de energía de alta tensión; pero el suelo desértico, la negra vegetación y la carencia total de fauna silvestre nos hizo desistir de lo absurdo de nuestro empeño. Y pude observar en el rostro de decepción de mi amigo su espanto ante la imagen dantesca de la contaminación de hollín de los alrededores por el insalubre eructo mineral, lento e insufrible, que manaba de las bocas cenicientas de las chimeneas.

Pretendiendo mitigar su desconcierto le conté cómo el Cerro de las Múcuras se había visto invadido en una primera etapa por las hordas de desarraigados que llegaron a Villa del Rosario de todas partes huyendo de la miseria, en pos del becerro de oro del bolívar; que lo tomaron por asalto, y se asentaron con la complicidad de manzanillos de barrio que de esa manera garantizaban el voto cautivo para su permanencia en los cargos de poder. Y que en su segunda fase, desde el Cerro de las Múcuras hasta el Cerro de Las Escaleras, en los límites con nuestro antiguo corregimiento de Los Patios, las minas de arcilla que constituían los ejidos más valiosos del municipio, se los repartieron abusivamente como botín del pillaje de alcaldes, políticos e industriales inescrupulosos en el fragor de las componendas electorales. Que a partir de los años ochenta hasta hoy, funcionarios y políticos corruptos, ajenos a nuestra idiosincrasia, permitieron el emplazamiento de los chircales y las chimeneas en estos terrenos que negociaron por sumas irrisorias a aventureros advenedizos como ellos, desde Villa del Rosario a Los Patios, y desde Juanfrío hasta Boconó, con el otorgamiento de licencias ambientales sin el lleno de los requisitos legales, y sin importarles el impacto en la salud de los rosarienses, y mucho menos, la protección de las especies vegetales y animales de ese pulmón de la ciudad..

Tras mis explicaciones, percibí a mi amigo hundido en sus propias cavilaciones con una sonrisa que era una mueca en sus facciones de inmigrante europeo, desencantado hasta el fondo de su alma por esta cruel realidad que contrastaba con sus recuerdos de niño. Y queriendo rescatarlo de sus reflexiones, corté a propósito una rama tiznada de palito negro, y se la obsequié en prueba de mi amistad y de nuestra presencia en el lugar. Y con esta argucia que distendió los ánimos, fuimos descendiendo entre risas a lo largo de la pendiente haciendo burlas por lo tragicómico de mi ocurrencia.

Hoy me arrepiento por mi temeridad de haberlo conducido a aquel lugar que siempre fue un paraíso en el imaginario de los dos, y del que, con toda seguridad, se lleva mi amigo la imagen más triste por mi culpa. Pero, es tarde para llorar sobre la leche derramada.

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