Epidemia incultural en Villa del Rosario


Foto: Remy Caicedo
La Casa de la Cultura de este municipio en Norte de Santander ya no existe: está opacada por la oscuridad, el deterioro y los animales

Por: Ismael Gamboa Ocampo

Arropada por costales verdes y habitada por decenas de gatos: así es el panorama de la Casa de la Cultura de Villa del Rosario. El techo de teja agonizante cae por pedazos y las farolas coloniales no iluminan, carecen de vida propia. mientras los rosarienses observan sin mayor intriga desde el parque Los Libertadores el derrumbe de su identidad.

La Casa de la Cultura está opacada por la oscuridad, el deterioro, la negligencia y otras fuentes externas que hacen constatar que existe este lugar. Una es el sol con la luz fuerte que alumbra la basura, los escombros y los desperdicios que reposan alrededor. Las luces amarrillas, azules, rojas y verdes del parque no contrastan con la realidad que se vive aquí.

Hace un tiempo, los gatos aprovecharon el abandono cultural para tomar este territorio como nido. La falta de gobernabilidad y otros factores sociales ayudaron a que sea más fuerte el dominio numérico. La gente de buen corazón se acerca a la puerta vieja de madera,  gorgojada y quebrada a brindarles comida y agua.

Liliana León, vendedora en el parque, despierta, con sus arepas de queso derritiéndose y miel dulce, la atención de gatos y perros. Comenta que los animales no tienen culpa, pero sí los malos dueños. Esterilizarlos es una de las frases que más se escuchan por estos lugares como solución a la sobrepoblación.

Walter Maldonado vende chuzos mixtos de carne, pollo y chorizo y es reconocido por la buena sazón. Es quien más cerca está a la manada, los reconoce por ser negros, blancos, amarillos o combinados. Acusa a los alcaldes de ser responsables intelectos de esta situación. Agacha la cabeza con tristeza al ver el panorama desolador.


En las afueras de la casa añeja no todo es color de rosa: se vive una guerra campal.  Hay una disputa entre gatos y perros por el control de los sobros de comida que los consumidores dejan. El resultado es sangre y cicatrices, y los felinos tienen entre las desventajas el tamaño y la fuerza, por eso son los más afectados.

El descolorido pelo refleja la situación de abandono y desnutrición, y los rasguños evidencias las enfermedades que sufren. La fuerte temperatura emana olores a materia fecal esparcida y tal vez cuerpos en descomposición.

Se acercan lentamente, son ágiles, conocen el sector, también a los verdugos, como el ‘gato con botas’. Empiezan a maullar y en los ojos nace la ternura, sensación que impide ser olvidados, y extraen lo mejor de las víctimas. Son especialistas en construir su habitad en cualquier lugar. Además, conviven en paz, son una tribu que sobrevive.

Son muchos en un espacio reducido y no ha sido mayor problema, pues no conocen de salubridad. Simplemente están ahí, por naturaleza, ese es su instinto: dormir, comer, ser tiernos y que los acaricien. Frotan sus patas y lamen sus melenas, se estiran como los trabajadores, mineros, albañiles, agricultores o buseteros.

Durante la semana aguantan hambre. Las buenas intenciones del café y el sándwich no son suficientes, ellos les brindan alimentos. Son más de 30 y se reproducen rápidamente. Otro factor de este número tiene que ver con los desalmados. Son habitantes que vienen y tiran los gatitos que reciben el abrigo y el acogimiento de la aldea establecida.

El señor café, Eustacio Villamizar, y don sándwich, Víctor Maldonado, han estado por muchos años en el lugar. Reparten purina, y en unas tasitas viejas trasparentes depositan agua, para que no mueran deshidratados. Seguramente están bendecidos por esas buenas obras, en un municipio donde solo a unos cuantos habitantes les nace hacerlo de corazón.

Aquí no acaba la historia. Noemí Valencia tiene rabia y miedo, mezcla que deja ver en la manera de mirar. Cuando alguien llega al negocio, lo asusta, especula que se aproxima una epidemia por culpa del popó. Agita las manos y camina de un lado a otro. Sus movimientos alarmantes son naturales y su preocupación no es fingida.

Semáforo en verde. Unos caminan, otros corren. Nadie se detiene para analizar el estado en el que reposan los antepasados. Un alzhéimer de incultura se apoderó y borró de la memoria del patrimonio indígena el sentido de pertenencia nativo. Los espíritus ancestrales se revuelcan por sus animales y el olvido de la nueva generación que habita sus tierras.

Custodia la puerta, estático, rígido, triste, cansado;  pero aun así, con los ojos apagados, no desecha su responsabilidad. Es el guardia que simboliza el pueblo indígena. El cuerpo de piedra está preparado para soportar las adversidades. Solo no puede: necesita ayuda de la aldea, la que se modernizó para olvidar el pasado.

Atento a las miradas de Francisco de Paula Santander y Simón Bolívar  camina del centro del parque hacia el semáforo. De camisa verde y gafas negras, cabeza brillante, brazo derecho recogido, tiene documentos de la Villa empuñados. Conversa con cualquiera que le siga la corriente, si tiene que ver con historia y cultura.

Luis Rangel, historiador rosariense, trata de combatir la indiferencia social al lado del guardián de piedra. Comparte las sensaciones sentimentales de los mencionados, es romántico, la historia la lleva en las venas. Quiere transmitir ese amor y pertenencia que lo caracterizan, pero al municipio le falta memoria.

Con el bolígrafo y el cuadernillo de bolsillo, trata de recitar su cátedra en la calle, desempolvando la verdad. Los “efectos especiales” son lámparas de colores ubicadas en el parque, dando color a las hojas de los árboles. La narrativa crece y en el momento de fijarse en la casa, cae el espectáculo y  se pierde en el tiempo.

Si se fijaran más, podrían escuchar el chillido de esas cuatro paredes: sus letras suplican clemencia y auxilio. La pintura blanca que la conforma presenta desnutrición, la verde hepatitis aguda y la sociedad cataratas en los ojos.

Tal vez en algún momento, esta civilización encuentre la cura para esta epidemia, o aunque sea una vacuna. Los gatos no son el problema, sino la irresponsabilidad del hombre que piensa: “el animal que razona”. Se percibe la pregunta del guardián de piedra ¿Y qué será de la identidad de la siguiente generación?

Tomado de Las2Orillas

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