25 agosto 2015

La frontera siempre ha estado mal


Por: Alejandra Omaña
Mientras, los funcionarios locales se paran al fondo del plano y miran a la cámara con disimulo, para cerciorarse que van a aparecer en televisión nacional, al lado de gente influyente.

Cientos de colombianos son deportados, van en buses, con hambre, indignación y –si corrieron con suerte- unas mudas de ropa. Maduro de verdad está loco. Saca del país hermano a los colombianos que han mantenido la economía de la frontera y que no han permitido que el venezolano muera de hambre. Lo que antes era una vía de libre comercio y culturas, ahora es un puente con alambre de púas y guardias venezolanos a los que no les tiembla la mano para disparar. La frontera ahora es más compleja que el seco río Táchira y las decenas de trochas custodiadas por criminales, que a veces llamamos “bandas” y otras veces llamamos “paracos”, que son la misma cosa. Pero la frontera no está mal ahora, siempre ha estado mal.

Por el corregimiento híbrido de supermercados, casas de cambio, camionetas Toyota blindadas y chevettes de un millón de pesos, han pasado unos y otros mandatarios que creen que gobiernan una ciudad al interior del país, sin los problemas que acarrea estar pegados a Venezuela. Crean planes de Gobierno que ignoran la dependencia económica que Cúcuta tiene de San Antonio, Ureña y San Cristóbal (Venezuela). Olvidan que la principal fuente de ingresos de los cucuteños es comprar y revender el contrabando que pasa de Venezuela a Colombia, ya sea en un contenedor, o camuflado en el sillón de un Chevette. Esa hibridez es la misma que permite que los cucuteños –y otros que han llegado a la frontera- sobrevivan si pasan un fardo diario de harina, o administren la ciudad al traer litros de químicos para tratar la coca del Catatumbo, o motores de lanchas que transporten la droga ya procesada. Esos mandatarios ignoran la frontera porque no saben cómo desenredarla o porque no les conviene hacerlo. Porque tienen intereses en el contrabando o porque no tienen fuerza suficiente para luchar contra un panorama que echó raíces más a fondo del mismo río que ha conocido tantos muertos. Si el río hablara, harían una novela en horario estelar.

Y es que la frontera desde siempre ha conocido el paramilitarismo. Por el 2002 se hicieron “limpiezas sociales” que no perdonaron barrio alguno -en algunos barrios no perdonaron cuadra-, con un muerto rodeado por curiosos que sabían el porqué del tiro de gracia. Porque en la frontera todo se sabe. Se sabe quién peligra, y se sabe quién se mete con quien no debe. Pero no hablamos, porque la justicia es tan floja y casi siempre tan corrupta, que tememos ir a denunciar, porque ese funcionario puede ir directo al delincuente a decirle qué dijimos de él. Por eso muchos salimos de la ciudad. Cansados. Con ganas de no morir en un sitio en el que llaman progreso a la construcción de un nuevo centro comercial.

Luego de las “limpiezas!, los llamaron Bacrim, que operan con los mismos recursos, pero las integran pelados que no han cumplido 18 años y que, la mayoría de veces, no alcanzan a cumplirlos, porque los matan. Esos mismos eran los niños de ese entonces que veían cómo asesinaban en cada cuadra. Sin educación y con visión corta del mundo, se entregaron a matar a sueldo y se resignaron a morir en un andén, eso sí, no sin antes embarazar a alguna muchachita que les criara un retoño que siguiera el camino del padre.

Pero el Gobierno cree que avanzamos porque las estadísticas hablan bien. No entienden que para comprender la frontera hay que vivirla en carne propia.

Y lo malo que pasa es un todo que se complementa: universidades con mafias integradas; universidades de pésima calidad, que tampoco saben que forman profesionales para la frontera; secretarías de educación y cultura con funcionarios de poca educación y nada cultos; líderes y veedores que solo van tras participación política; y ciudadanos que están cómodos con lo que pasa, porque no conocen otra realidad.

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