09 noviembre 2014

Táchira arrasado


Por: Tulio Hernández 

Desde que se arriba al aeropuerto Ventura Vivas de Santo Domingo, ubicado en el pie de monte donde termina la montaña y se despliega el llano tachirense, comienza a sentirse la sensación de que algo anda mal. 

A pesar de que ha sido objeto de una reciente ­y costosa­ remodelación, la sala de equipajes resulta extremadamente pequeña e incómoda. Alguien se robó unos reales. Los pasajeros se apiñan desordenadamente tratando de recoger las maletas que llegan sobre una corta y estrecha cinta varias tallas menores que el movimiento de un aeropuerto convertido por la vía de los hechos en destino internacional. 

Porque, hay que recordarlo, con el déficit de boletos para viajar al extranjero, y especialmente a Bogotá, centenares de pasajeros venezolanos vuelan al Táchira, cruzan la frontera por tierra y toman un vuelo interno desde Cúcuta a la ciudad colombiana de destino. O, a la inversa, gracias al diferencial cambiario que convierte un peso en 4,7 bolívares, los colombianos que tiene como destino turístico barato a Margarita, hacen lo mismo pero al revés. 

Y como los demás aeropuertos tachirenses, el de San Antonio y el de La Fría, están cerrados, la alta demanda no sólo convierte a Santo Domingo en puerto internacional sino también en uno de los destinos más solicitados y congestionados del país. Tanto, que se puede tardar hasta quince días para obtener un cupo o, si se requiere de inmediato, resignarse a pagar, es lo que cuentan en el aeropuerto, sobornos de hasta 6.000 y 7.000 bolívares. 

Una vez superados los primeros escollos viene otra prueba. Llena de baches y bordes de vía quebrados, la carretera que lleva a San Cristóbal, la misma desde hace 50 años, se convierte por tramos en un estacionamiento. En esta oportunidad la reparación del puente sobre el río Uribante, del que muchos creen se derrumbará como el viaducto de la Caracas-La Guaira, genera más o menos media hora de tranca. 

Tomar la vieja carretera que lleva a Rubio por la vía de Santa Ana es peor aún. Con tramos casi intransitables, la ruta de apretados dos canales, la misma desde hace sesenta o setenta años, deja ver a un lado unas gigantescas máquinas pica piedra que, según mis informantes, están produciendo un crimen ecológico en río Quinimarí. Que el negocio es del gobernador Vielma Mora, dicen las leyendas urbanas. Sin piedras, los panches y otras especies desaparecerán. 

Llegamos luego al Parque Nacional La Petrolia. Una suerte de museo y centro recreacional construido durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez para honrar el lugar donde se realizó, gracias a empresarios locales, la primera explotación de petróleo en el país. 

Ahora, como si de una metáfora de nuestra industria petrolera se tratara, el lugar está en escombros. Las salas cerradas. 

El Estado que regala petróleo a barriles llenos no es capaz de cuidar la memoria local de la industria que le da el sustento. 

Conozco esta carretera desde niño y me preparo a encontrar los verdes cafetales de las vecindades de El Chícaro y La Tucarena. Lo que viene es un golpe bajo a la memoria. Los cafetales están muriendo envueltos por las plantas parásitas y el abandono. 

Mis acompañantes cuentan que ya nadie cultiva el café. Por la regulación de precios es más costoso cosecharlo que la ganancia por la venta. 
El ciclo anual de abono en noviembre, floración en abril, cosecha en agosto, secado y tostado en septiembre u octubre, ya nadie lo presencia o lo oficia. Enfermedades nuevas, como la broca, terminaron devorando lo poco que quedaba en pie. Es más rentable contrabandear gasolina. Y así lo entiendo cuando al entrar a Rubio contemplo la inmensa cola para llenar los tanques. Si no tienes suerte, puedes tardar hasta cinco horas. 

Se dice que la patria es la infancia. Pero en este viaje lo que he encontrado es el exilio. El Táchira de hoy semeja un territorio por donde pasaron los bárbaros arrasándolo todo. Una tierra arrasada. 

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